A menudo se sorprende a sí misma releyendo una y otra vez el mismo párrafo, adentrándose cada vez más en el texto. Acercándose a su lejanía y alejándose de la inmediatez de sus sensaciones. Dejándose naufragar por aguas familiarmente desconocidas. Acomodándose en la convicción de que tiene que ahogarse para seguir respirando. Rechazando los salvavidas que puedan proporcionarle desde las embarcaciones de rescate. Es decir, sin miedo a perderse. O es más, buscando no encontrarse.
Se prepara un cigarrillo. El humo del tabaco, más que desdibujar las ideas que se agolpan inquietas, tranquilamente excitadas en su mente, les da consistencia. Les da forma. Las hace visibles en la invisibilidad que las caracteriza. Como los chillidos de los murciélagos, es el humo el que la avisa de la distancia en que se encuentran. La advierte de la voluptuosidad en que se presentan. Y entre calada y calada transcurre el tiempo, imparable, muriendo en cenizas para seguir transcurriendo, imparable, entre calada y calada.
Se pregunta si hubiera sido más fácil que le hubieran dado unas pautas estrictas en las que basarse para realizar dicho comentario. El vértigo siempre aparece cuando te dejan plena libertad de movimiento. “Aprovechad para hacer literatura”, le han dicho. ¿Pero qué es literatura? ¿Acaso no es el mismo abismo en el que ella, esta silueta silenciosa, se encuentra expuesta por el sinfín de posibilidades a las que puede dar vida (y muerte)? Así que el único requisito que le han impuesto es el de saltar sin cuerda al vacío. Sin moldes ni estructuras preestablecidas. Sin leyes. Sin castigos. Sin opción a justificaciones. Es decir, haciéndola completamente responsable y consecuente de lo que vaya a tejer su pluma. Expuesta a todo tipo de críticas sobre la adecuación de sus palabras al trabajo que le han mandado hacer. Un reto mucho más que desbordante: el mayor exponente de la seducción.
Fantasea con la visión de un pasillo laberíntico infinito repleto de puertas abiertas, en las que se asoma para poder ser testigo de todo lo que ocurre en el interior. En cada una de las estancias hay un ilimitado número de promesas aun por venir. Pero se da cuenta del peligro que supone adentrarse demasiado en alguna de las habitaciones, cerrándose las otras innumerables puertas que existen en ese inacabable pasillo. Así que se imagina andando sin rumbo, sin echar raíces en ninguna de esas estancias, con pasos inseguros ante la seguridad de querer empaparse de todo lo que le sea posible atestiguar. Y de esta manera es como entiende ella la literatura. Una totalidad inaccesible por sí misma, inestable e imposible de conocer por completo, pero que te da la posibilidad de bailar con los síncopes creados por los distintos compases que regulan el tiempo de cada aposento, y de volver al pasillo siempre que quieras para buscar otro ritmo, más acelerado o más pausado, detrás de alguna de las otras puertas.
Lo imaginario no es una extraña región situada más allá del mundo, es el propio mundo, pero el mundo en conjunto, como un todo. Por eso no está en el mundo, pues es el mundo, aprehendido y realizado en su totalidad por la negación global de todas las realidades particulares que se hallan en él.*
Cantan los pájaros. Empieza el día. Inmersa en sus propias divagaciones, la silueta hace ademán de desvelarse del trance, dándose cuenta de que el tiempo de nuevo no le ha dado tregua. Ahora vuelve a pasar por el pasillo imaginario para adentrarse en su realidad habitual. La que mide las horas y los minutos de nuestros relojes. La que nos esclaviza con su rutina. Y cuando cruza el umbral y empieza a despertar del ensueño, se da cuenta de que ha estado escribiendo en tercera persona. “Cobarde”, piensa. Y sonríe.
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* Maurice Blanchot, "La literatura y el derecho a la muerte"
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